La señora Neri me dijo una vez que no sabía si estaba enferma o simplemente cansada.
“Tal vez soy floja”, se culpó, mientras barría cerca de mi escritorio en la oficina del Ministerio.
Pero ella siempre llegaba antes que yo, aunque vivía en una pieza arrendada en Maipú con sus dos pequeños y tomaba dos buses para llegar.
A veces me hablaba del frío de la madrugada, ese que yo no sentía, con mi horario más flexible y mi café caliente en mano.
No, no era flojera.
Era no tener un lugar donde existir sin pedir permiso.
Era, incluso en su casa, no poder cerrar una puerta y quedarse sola.
Era, en esta urbe ingrata, no tener silencio.
Y, sin embargo, jamás se reportó enferma.

Deja un comentario