Somos iguales

En la cafetería del Museo de la Memoria, dos colegas conversan.

—Me encanta trabajar —dice ella, gesticulando con orgullo—. Me siento seca, genial. Estoy hecha para esto.

Él asiente.

—Yo también trabajo harto. Dieciséis horas al día.

—¿Ves? ¡Somos iguales! —ríe ella—. A mí también me encanta trabajar.

Él se toma un segundo.

—Yo más bien estoy por la abolición del trabajo. Trabajo por necesidad, no por gusto.

Ella lo mira en silencio. Luego saca el celular.

—¿Quién pidió capuchino? —interrumpe oportunamente la mesera.

Nadie contestó.

El vapor del café empañó los lentes de ella.

Él miró para otro lado.

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