«¿Saber es poder? Solo si sabes qué, cómo, cuándo y con quién.»
Cuando llegué al servicio público, tenía un currículum enriquecido, en continuo crecimiento, y unas ganas genuinas de aprender.
Aunque mi vestimenta era adecuada, era como si hubiese llegado con un vestido campestre, una mochila funcional que parecía una canasta de mimbre, y un cerebro escondido tras un gran sombrero de paja: no sabía absolutamente nada.
Porque en el “nivel central”, el conocimiento es poder, pero no cualquier conocimiento.
Lo que importa no es saber: es qué saber.
¿Sabes algo que sea determinante en una decisión estratégica? Entonces te vuelves foco de interés.
Pero el juego es aún más siniestro: ¿Cómo sabes lo que sabes?
Bienaventurados, en ese contexto, los que acceden al conocimiento importante no a través de documentos ni estudios, sino de conversaciones de almuerzo, de pasillo, de barrio; aquellos que hablan con quienes ostentan, al menos, un par de grados jerárquicos por encima.
Desgraciadamente, hasta ahí llega el conocimiento basado en evidencia: justo hasta el momento en que le rompes los cojones a alguien importante.
El eslogan dice que tomamos decisiones basadas en evidencia, pero todos sabemos (sí, todos sabemos; tú también deberías saberlo ya) que el juego es político.
Una vez, sentada frente al jefe de división, pregunté ingenuamente si el rol de un colega era político.
La respuesta fue tajante: no.
Más tarde me enteré de que todos sabían que era un operador político.
El problema no es saber.
El problema es cómo saber, cuándo saber, y cuándo hacer notar que sabes.
Lo más importante al llegar al servicio público no es evitar que tu mochila funcional parezca una canasta de mimbre.
Es que el sombrero de paja sea lo suficientemente creíble como para ocultar que tienes un cerebro que funciona autónomamente.
Así que ahora lo sé: en el servicio público no basta con saber.
Hay que parecer lo suficientemente torpe para no asustar a nadie, y lo suficientemente despierta para entender que todo se decide en un almuerzo, no en una evidencia.
La verdadera estrategia, aprendí, es hacer que crean que no juegas.

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