Dedicado a Totoro.
Bajé de la micro en un pasaje desierto de Maipú. Una señora me tendía una caja gimoteante: los cachorros blancos ya se habían ido; solo quedaban los negros.
En el fondo, una bola temblorosa alzó unos ojos de luciérnaga. Era aún más lindo que en la foto.
—¿Y ese? —pregunté.
—El último —contestó.
Saltó y anudó sus patas a mi cuello como raíces buscando tierra; su corazón tamborileó contra el mío. Comprendí que aquel abrazo era más que un rescate: era nuestra declaración de independencia.

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